Solo
necesitaba tres coca-colas de 350 ml, un paseo hasta el Decatlón, y hablar con
un buen amigo sobre todo lo pasado hace algo más de siete años. Más de siete
años en los que no cambiaría ni una sola coma, ni un solo parágrafo de lo
vivido, ni lo bueno ni lo menos bueno. Me quedaría con todo. Con los marujeos,
la tensión y las risas, con el sabor al vodka malo. Con las luces de neón cegándote el corazón y la razón. Con los palos que nos llevamos y que aún nos quedan por llevar.
Hoy es
de esos días en los que te das cuenta de lo curiosa que puede llegar a ser la
vida. De que existen personas con las que interactuabas sin darte cuenta, y sentados
en una mesa alucinas de las vueltas que da el mundo, agradeciendo el tener
amigos que sigan pensando en ser felices a base de su propia felicidad, y no a
costa de la de los demás.
El
tiempo finalmente acabó poniendo a cada uno en su lugar.
Me es
inevitable el compararlo con la serie de Queer As Folk y con su desenlace,
porque al fin y al cabo los hay que supimos seguir mirando hacia adelante
creciendo en la vida, y los hay que aún intentan aferrarse a esos huecos y
callejones de la baja Santiago de Compostela.
No, no
se puede ser joven para siempre. Ni el vivir siempre de recuerdos.