Saltar al vacío


Cerrar los ojos y respirar el viento. Sentir las ráfagas de aire que le susurran a la piel y el torso desnudo acariciado por los últimos rayos del ocaso, el sabor del salitre en la boca y el sonido de las olas rompiendo con fuerza en las rocas, con el ímpetu de los caballos salvajes que corren libres por las infinitas praderas de esmeralda. 

Respirar el viento. Capturarlo unos segundos en tu cuerpo mientras escuchas las aves, el corazón, el orgullo y el tiempo. Miras al cielo azul, ese azul encerrado en el corazón de los zafiros pulidos con la fuerza de las mareas. Aprietas su foto encerrándola en tu puño, y es entonces cuando sin saber si caerás en una poza de agua, o entre las garras de las rocas afiladas, coges carrerilla.

Notas el aire salado y las gotas de agua que acarician tu cuerpo mientras te acercas al borde, de pronto, la tierra desaparece debajo de tus pies y el vacio es el único punto de apoyo. Cierras los ojos y te abrazas a tu destino, sin saber si caerás en un colchón de agua o las piedras se interpondrán en tu camino.

No obstante solo hay una forma de saberlo. Cierras los ojos, coges aire, y cruzas la delgada línea del horizonte que separa el cielo del océano, la vida de la muerte, el amar, o el estar muerto.

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