Hogar


Me encuentro en donde empecé hace algunos años, no como si viviera en un círculo, si no como si fuera una espiral. Aquí estoy, con la lista de sueños inalcanzables de los que ya he ido tachando alguno, y con un par de cicatrices más que brillan plateadas bajo el sol perezoso de la primavera.

Vuelvo a mi hogar después de haber pateado medio mundo. Después de haber visto y experimentado en un puñado de años varias vidas del común de los mortales. He vivido rápido, sufrido, luchado, viajado y reído. He llorado hasta quedarme vacío. Y no me arrepiento ni de la mayor de mis meteduras de pata porque, gracias a ellas, sé lo que sé. Soy lo que soy.

He aprendido más que nunca a valorar la soledad, lo que es capaz de hacerte y hasta donde puede llevarte. A valorar lo que es dormir a solas en una cama de 135. Y cuando aprendes eso, aprendes también a escoger la clase de personas a las que permites que perturben la tranquilidad de tu cuarto. Porque en ese espacio, no entra cualquiera. Si antes era algo que tenía claro, ahora, todavía más.

Porque ya no es cuestión del quién o del que. Como decía Antonio Gala: es cuestión de paz. La paz de uno mismo, que es sagrada; la paz de un hogar en calma después de la mayor de las tempestades.

Y, por fin, ya estoy en casa.





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