Milagros

Es un maldito clavo ardiendo, y me aferro a él como si mi vida, mi alma, mi cuerpo, y mi ser, fueran en ello. Me aferro tal y como se aferra un gato a la cornisa de un vigésimo piso, como a la gaviota que vuela mar adentro para morir, pero que a última hora decide dar vuelta a tierra para ver aunque sea un atardecer más.

Rara vez he creído en los milagros, y no obstante estoy pidiendo que se cumpla uno. Pidiendo que el destino pase por la propia historia, el poder pasear entre las pertenencias de aquellos que cambiaron el mundo y lo hicieron tal y como lo conocemos, el milagro de poder viajar en el tiempo a cuando ni tan siquiera yo existía para poder sentarme en el alfeizar de la realidad.  

No creo en los milagros, tal vez en las coincidencias, y por supuesto, le rezo todas las noches al instinto. Sé que si se cumple, no pasará demasiado tiempo hasta que toque visitar la tierra del fin del mundo, que si finalmente el milagro se obra, tendré que despedirme del lucero del alba que ha guiado mis días y mis noches.


Creo que estoy preparado para ello, para recorrer lo que me quede de camino en solitario haciendo honor a su nombre, así que por esta vez, aunque en lugar de una palada de cal reciba tonelada y media, voy a creer en los milagros.


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